domingo, 24 de agosto de 2008

La gran virtud de la constitución de Pinocho

Si bien las constituciones suelen ser una cagada de librito que es, de hecho, incapaz de regular el comportamiento de las personas, sí son capaces de reflejar el jaez de un pueblo. En la constitución de EE.UU., pueblo dado a la violencia para la resolución de conflictos, se garantiza el derecho a la tenencia de armas –no questions asked. Me asombraría ver una garantía así en la constitución de países más dados (sea por un asunto religioso o consuetudinario) a la paz y el diálogo. Ejemplos de esto no son difíciles de encontrar: el contenido de las constituciones reflejando fielmente aspectos determinados muy identitarios del espíritu de un país.
El caso de Chile no es una excepción. Nuestra constitución refleja quienes somos. La particularidad es que no lo hace solo en el contenido. El hecho de que nos haya sido impuesta a punta de balazos y patadas en la raja, en una edad media de la historia reciente de Chile, garantiza ese carácter místico que debe tener cualquier ley que merezca ser respetada. Ese carácter que los naturalistas endilgaban al misterio irreductible del ser en vez del no ser; o que la ley divina manifestaba en su condición de revelada. La ley escrita en democracia es aceptable, los reglamentos producto del consenso. Pero la dignidad que merece una constitución solo puede venir de una obligatoriedad insoslayable.
Cuando el soldado presidente le entrega el cetro a Aylwin presenciamos una absurda escena digna del País de las Maravillas o de realismo magico. El uniformado, que había sacado a bombazos de La Moneda a quien le antecediera como presidente, celebra la vocación democrática profundamente arraigada en el alma nacional, a la vez que hace jurar al que le sucederá que guardará y hará guardar la constitución y las leyes. Este último proclama sonriente: “Sí, juro… (aplausos)”, en vez de romperle la constitución en la cara a Pinochet y ponerse ahí mismo a redactar una nueva, democrática, consensuada.
Es en ese acto sumiso en el que se sella la gran virtud de nuestra constitución y se hace visible nuestra idiosincrasia. Somos tremendamente respetuosos de la ley y de su carácter inamovible. Preferimos respetar una ley absurda y exigirles a todos que lo hagan antes que desobedecerla por insensata. No confiamos en nosotros mismos a la hora de decidir lo que es bueno y lo que es malo y, en esas circunstancias, no vamos a poner en jaque la legitimidad de todas las leyes creyéndonos capaces los individuos de discernir cuales respetar y cuales desestimar. Todo esto, que nos hace el pueblo más fome y malo para el fútbol de Latinoamérica, es una gran ventaja comparativa a la hora de captar capitales extranjeros. Los españoles que vienen a invertir saben que acá en Chile no les vamos a venir con alguna revolución loca de la noche a la mañana; porque nuestro legado jurídico no tiene nada que ver con eso. Pinocho nos esta apuntando desde el cielo, diciendo: “cuidadito…”.
En resumen, acá la constitución viene de “arriba”, no del pueblo, no de las bases; las falencias de nuestra Carta Magna no son culpa de nadie. ¡Cómodo ¿no?!